Fragmentos de tres cuentos de Liliana Allami pertenecientes al libro “Las cosas de fondo”
Yo, la señorita Cora
¿Cómo se inicia un vínculo? ¿Por qué entre dos hay empatía, rechazo o simplemente indiferencia? Tal vez, a partir de una situación, de un gesto, de una frase, uno construye al otro a la medida propia. Cuando conocí a Juan, él tenía la misma edad que hoy tengo yo. Era un médico de cincuenta años, atractivo, con un padecimiento a cuestas. Habría perdido un gran amor, se le habría muerto un ser querido. Algo fuerte, drástico, trágico, se escondería detrás de su mirada. Pensé todo eso al primer golpe de vista. ¿Y si resulta que el hombre era un empedernido melancólico? ¿Y si su mirada se debía a la falta de una enzima que no le llegaba a lubricar los ojos? ¿O a los párpados, que efectivamente a Juan le caen hacia abajo? Pero no, lo vi y dije: Él está triste y yo podría salvarlo.
Las cosas de fondo
No sé porqué desvié la vista. No sé cuál fue el motivo que hizo que me distrajera de la charla y pusiera mi atención en la mujer que estaba afuera emponchada de pies a cabeza.
Almorzábamos con mi marido en la parrilla que a mí tanto me gusta. Se encuentra en una esquina, es un lugar pequeño, las mesas un poco más y se tocan. Yo encuentro que en eso está la gracia: la cercanía de la gente, el parloteo alegre, el olorcito a achuras. Nos sentamos en mi lugar preferido, junto a la ventana. Desde ahí podían verse las mesas que, a pesar del clima, habían preparado afuera: una hilera pegada a la pared bajo un toldo bien calefaccionado y otra cercana al cordón de la vereda donde, en un día como ayer, debía sentirse mucho frío. Será por eso que me llamó la atención cuando la mujer que estaba sola y abrigada como si estuviera en la Antártida se sentó en uno de esas mesas cercanas al cordón, encogiendo los hombros, frotándose las manos, tapándose los oídos con la vincha de lana que le cubría casi toda la cabeza.
Rubén seguía hablando. Me había llamado la atención que me invitara a almorzar porque, en los últimos tiempos, lo veía distraído y con un humor de perros. En este país no se gana más que para sustos y él estaba de reunión en reunión, llegando tarde, durmiendo poco, preocupado por asuntos de negocios. Pensé que, al fin, había decidido tomarse un respiro y cuando enfiló el coche hacia la parrilla imaginé un sábado diferente de los que veníamos teniendo, hechos de conversaciones forzadas, miradas algo esquivas y caricias que detenidas en el pelo o en la piel del antebrazo no terminaban de fluir. Él tenía puesto un pulóver oscuro que acentuaba la sombra de sus ojos cambiantes: de verdes a parduzcos, de euforia a aburrimiento, de entusiasmo a disgusto. Mientras me hablaba de una inversión no demasiado convincente, vi en el centro de su pupila un brillo parecido a la furia. Pendiente de los valores del mercado, hacía cuentas mentales y asociaciones difíciles de seguir. Creo que fue ahí cuando desvié la mirada. Sus palabras, entonces, empezaron a caer en saco roto.
Por culpa de la lluvia
Era el lado izquierdo. El derecho me funcionaba bien. Por suerte, la cuestión sería transitoria: veinte días para que todo volviera a lo de antes. Veinte días. Apenas un punto a lo largo de una vida. Aunque deseosa por terminar con el asunto, confieso que los minutos desfilaban lentos y viscosos; eso de que el tiempo vuela, no parecía cobrar, frente a mí, ningún sentido. Cuando miraba la férula que inmovilizaba parte de mi brazo –desde la base de los dedos hasta unos centímetros por debajo del codo- no sólo se me hacía presente la fractura en la muñeca izquierda sino también la que, de pronto, invadía mi pensamiento y se trasladaba, finalmente, a mi vocabulario. Acostumbrada a no cargar las tintas sobre los aspectos negativos de las cosas, siempre me había resistido a verme involucrada en las conversaciones centradas en la salud, en el deterioro que los años producen en nuestro cuerpo, en ese cansancio que acusa la mayoría de la gente a cierta altura, a mi juicio menos real que anímico, como si estuviera mirando con insistencia su propio calendario. Sin embargo, cuando circulando por ahí con medio brazo inmovilizado me preguntaban ¿qué pasó?, aunque mi respuesta era corta, concisa y exenta de dramatismo –un resbalón, una caída-, no podía evitar que los demás sacaran a relucir, casi con regodeo, las migrañas, la diabetes o las contracturas, contaminando cada encuentro agradable con la sospecha de la enfermedad, de la vejez y de la muerte. Pero la verdad es que, considerando los aspectos relativos del tiempo- ¿Vuela? ¿Un segundo es una eternidad?-, me empezaba a parecer a ellos. Por suerte, como dije, era una cuestión totalmente transitoria.
Liliana Allami
NOTA:
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