Milagro
A la abuela Eufrecina
Tantas cuentas (para qué)
este rosario a los dedos toca
con su teclado de nácar. Rezo
y cálculo en las yemas de la noche.
(Para qué) scrabel del dolor, ubicuo
inquilino atesta la habitación.
Las palabras siempre ahogan. Pero
es necesario llamar a Dios en su idioma.
(Para eso) cuentan los ave maría, llagan
los dedos a sus uñas, las rodillas piden
permiso si se apoyan en la oración.
(Para eso) la letanía de la vigilia.
Y el milagro, quién sabe.
Niño de invierno
En la cesura del invierno, la casa.
Por las hendijas el animal helado
hunde sus lenguas con vocación de sierpe.
Adentro junto al fuego se recrea
el mito del hombre primitivo
ante las nacientes hogueras.
La estufa combate al enemigo
y condensa vapor en las ventanas:
surge el rostro infantil que me legaste.
Escrito con un dedo el dibujo se acuna
a sí mismo, resucita y mira.
Su levedad durará poco.
Así las marcas de tu paso
quedan en cada rincón de la caverna
y en todo pliegue hasta que un día
se revelan, efímeras.
El niño desde el vidrio recuerda
mi temor a ser madre, mi temor a ser yerma.
Y un trapo de franela lo sepulta.
Níspero
Del jardín algo cesa.
Al camino de grava
percude el césped
en su conquista del espacio.
Quizá convenga
el próximo desbarajuste.
A veces las apuestas fracasan
y se impone comenzar de nuevo.
Como la efigie de un níspero,
pequeño y áspero, tras una verja
ajena. Fuente de los alquimistas
que desata los nudos.
El color de las luces
Tan fácil nombrar las cosas sin nombre,
¿pero qué palabra del aire o de la tierra
dar al cuenco de tus manos?
Pasa algo sin existencia en el lenguaje.
Lo verdadero se revela.
Me inclino.
Llovizna sobre las mieles
del verano. Y no aparece
esa palabra.
Para qué explicar
el color de las luces
si por fin relumbran.
Bajo su halo, en silencio,
esperaré
a que termine la lluvia.
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