Cuando duermo en el cajón de los cuchillos
es preferible que no se me acerque nadie.
La lengua se me vuelve aguda, no soporto
las redondeces, me parecen absurdas.
De mi lengua salen espantos puntiagudos,
adoro las esquinas feroces de los muebles,
me apasionan las tijeras,
los alfileres me llenan de emoción,
las agujas me producen sonrisas inacabables,
y tengo navajas en la punta de los dedos.
Cuando duermo en el cajón de los cuchillos
las espadas parten el aire con un sonido
de látigo siseante
y las conversaciones que más me gustan son
las cortantes, puntiagudas e incisivas.
Yo les digo a los complacientes
y a los eternos simpáticos
que de vez en cuando
hay que dormir en el cajón de los cuchillos.
Es el mejor remedio para tanto almíbar.
ADN
Dicen que el adn transmite
la memoria de nuestros antepasados.
Entonces, alguno de ojos aterrados frente a un monstruoso
precipicio me dejó el negro vértigo que me arruga el estómago.
Un guerrero celta, quizás me donó las ganas de bailar
viejas canciones como celebrando batallas.
¿Cómo habrá sido esa mujer que se miraba en un espejo mientras
me regalaba el recuerdo de un dulce perfume de jazmines?
Quizás un campesino me entregó la confianza permanente y
a veces ridícula de esperar lo mejor de cada uno, mientras contemplaba
el trigo que levantaba la cabeza.
¿Quién habrá sido aquél de corazón cansado que me ofreció la nostalgia violeta que impregna todas mis tardes?
¿Quién se olvidó en mis células el mal humor repentino que a veces me asalta?
¿Qué mujer de boca amarga me legó la angustia?
¿En qué barco venía el marinero al que el viento frío le quitó el aliento y me cedió el asma?
¿Qué nena hablaba con los pájaros en una extraña y mágica lengua y me entregó la palabra para que la cuidara justo antes de ser quemada por bruja?
¿Quién saltaba, reía y bromeaba en el escenario con un gorro de cascabeles que me inyectó el amor al teatro?
Entonces yo no soy yo. Soy todos esos que desconozco.
El árbol de mis manos está unido por un río lejano, a otras manos y a otras manos.
Y las lágrimas las lloro por mí y por los otros a los que ahora amo mucho más.
¡Qué arrogancia esa de creerse único!
A la deriva
“Pobrecita la Inesita,
tiende ancho y duerme solita”
Zamba Soltera. Autor: Cuchi Leguizamón
La única habitante de la enorme isla soy yo.
Solamente yo.
Flota por aguas tormentosas
y me aferro a las sábanas para que no me trague
el remolino que aparece,
dos por tres, solapado,
murmurando cosas,
murmurando cosas.
Sopla un viento desencantado
por arriba de mi cabeza,
me despeina los pensamientos
y se queda, muy cómodo
en la boca del estómago,
extendiéndose, extendiéndose.
Lejos está el tiempo en que las lianas
estiraban sus brazos, enlazándonos,
en que el perfume de las flores
nos hacía felices,
en el que había risas permanentes
y descubrimientos de nuevos arroyos,
de cielos prodigiosos.
La isla ya no tiene palmeras.
Es un páramo.
A los costados, se ahogan los sueños compartidos.
Y un hueco se hace cada vez más profundo
en la almohada de la izquierda.
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