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jueves, 15 de noviembre de 2012

JUAN GARCÍA GAYO


El Himno Nacional

El himno nacional apagó las velas  y salió por la puerta de servicio,
bordeó el parque Lezama, entró en el bar Británico
y esperó su café cortado con medialunas de manteca.
Los cartoneros, tirados en el pasto como cueros al sol,
se preguntaron sin palabras:
Ey, ¿no será ése el himno nacional?
El himno no sabía que su vestido había pasado de moda
y que lo llaman túnica, pero en cambio advirtió
que su túnica estaba manchada y desflecada.
Al bajar por la calle Brasil
tocó la campanilla de la iglesia ortodoxa
interrumpiendo la lenta combustión de un salmo.
Los celebrantes envolvieron al himno y, como caridad,
lo adornaron con lentejuelas bizantinas.
Uno de ellos le retocó las cejas y le tiñó los pelos de la barba
con una crema que se extrae del petróleo, importada de Rusia.
Sin dar las gracias, el himno bajó por las escaleras de dos en dos,
cruzó Paseo Colón, alucinado y enfiló hacia la costa.
Nadie le cortó el paso. El himno nacional es mudo cuando quiere,
también es invisible. Al divisar el río
descubrió que las aguas se abrían invitándolo
pero aumentó el olor, la pestilencia y no quizo y no pudo bañarse,
prefirió descansar a la sombra de un ceibo
y recordar detalles de su vida: dos padres, la ausencia de una madre,
cómo se fracturó las costillas en un festejo patrio
y cómo perdió el brazo que sostenía una antorcha
y cómo  le injertaron otro brazo.
Lo engañaron al himno, lo convidaron con vinagre,
lo obligaron a contar chistes en una cervecería del Bajo.
Hizo de arco de triunfo, funcionario, milico,
maestro y estudiante al mismo tiempo.
Él, que nunca se tuvo por sublime, se cansó de ser todos.
Desorientado y huérfano, la marejada se lo entregó a la noche
y la noche sin que él se diera cuenta,
lo tomó de los pliegues traseros de la túnica
y cuando amanecía lo devolvió al museo.
¡Qué pena, qué alegría reconocer los muebles portugueses,
las condecoraciones, las cartas, el silencio!
Y el himno entonces recuperó la voz.

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